James Cleveland Owens. |
La vida
de James Cleveland Owens, 'Jesse' desde que un profesor le preguntó su nombre y
éste contestó J. C., pasó a la historia por las gestas que protagonizó en un
par de años. La segunda (cronológicamente), la más conocida, todo simbolismo,
en 1936, fue la conquista de cuatro medallas de oro ante los ojos furiosos de
Adolf Hitler en Berlín, en los que debían ser los Juegos de la demostración de
la superioridad de la raza aria. Pero un año antes, en 1935, está el día que
más gusta a los expertos en atletismo: el 'día de los días', aquel fantástico
25 de mayo de 1935 en el que, en el breve espacio de 45 minutos, entre las tres
y cuarto y las cuatro de la tarde, batió tres
récords del mundo e igualó otro
más.
Owens,
hijo de un granjero, nieto de un esclavo, fue el séptimo de once hermanos y
comenzó sus días recogiendo algodón en Alabama. A los nueve años su familia se
mudó a Cleveland. Y a los 13, corrió su primera carrera. Jesse Owens trabajaba
como ayudante de zapatero cuando salía de la escuela, así que se entrenaba
antes de las clases. Con 20 años ya igualó el récord mundial de los 100 metros
(10.4). Las universidades se lo rifaban. Optó por la de Ohio, que le ofrecía
trabajo para él y su padre. En 1935, durante la Big Ten Conference, dejó para
siempre una de las actuaciones más increíbles de la historia del atletismo, sus
cuatro récords mundiales en 45 minutos. Comenzó igualando el de las 100 yardas
y acabó con el las 200 yardas con vallas. En medio, el de longitud (8,13 en su
único salto) y el de las 220 yardas.
Pero la
historia le tenía reservado un hueco 15 meses después. Hitler había preparado
unos Juegos grandilocuentes para ensalzar sus ideas, para pregonar la
superioridad aria. Un estadio olímpico para 110.000 personas, una piscina para
20.000, ruido y fanfarria alrededor de una esvástica. Pero no contaba con que
uno de los 10 atletas negros del equipo estadounidense se convertiría en la
estrella indiscutible en el corazón de Alemania. Los 110.000 espectadores
aclamaron a Jesse Owens, el prodigioso atleta afroamericano que ganó la medalla
de oro en cuatro pruebas. Como Alvin Kraenzlein. Una menos que Paavo Nurmi.
Hitler le negó el saludo. Pero Owens estaba acostumbrado a la indiferencia por
el color de su piel. «Al regresar a mi país no pude viajar en la parte
delantera del autobús. No podía vivir donde quería. No fui invitado a estrechar
la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca. ¿Cuál es la
diferencia?».
Owens se
ganó el afecto de los alemanes en 10 carreras (cuatro de 100, cuatro de 200 y
dos de 4x100) y dos concursos de salto de longitud. El 3 de agosto de 1936 ganó
la final del hectómetro (10.3 ventosos). Ese día, durante la calificación de la
longitud, quizá por la presión que recibieron los jueces de las altas
instancias nazis, el norteamericano llevaba dos saltos nulos y sólo le quedaba
un intento. En ese momento, Luz Long, paradigma de la raza aria -blanco, alto,
rubio, ojos azules- se acercó al atleta negro en apuros y le aconsejó que en el
tercer intento no arriesgara y que batiera antes de llegar a la tabla. Así
entró en la final en la que, al día siguiente, batió, con un salto de 8,06,
récord olímpico, a Long, quien fue segundo con 7,87 y no dudó en saludarle a la
vista del Führer. «Se podrían fundir todas las medallas que gané y no valdrían
nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Long», recordaría años
después, en su biografía, Jesse Owens.
El tercer
título olímpico llegó el día 5 en los 200 metros (20.7) y el día 9, el cuarto,
en el relevo de 4x100 que dominó Estados Unidos (39.8). Owens, que corrió con
las zapatillas de clavos que le regalaron los hermanos Dassler -después uno
fundaría Puma y el otro, Adidas-, fue ovacionado en un estadio olímpico
repleto. Por las calles de Berlín, además, era saludado entre vítores por
alemanes rendidos a su superioridad. Mucho menos entusiasmo encontró en Estados
Unidos. Franklin Delano Roosevelt evitó la felicitación en público y Owens no
encontró mejor trabajo que como bedel. El tetracampeón olímpico tuvo que
buscarse la vida más como showman que como atleta, con carreras contra caballos
o coches. Pero nadie pudo olvidar su actuación en Berlín. Jesse Owens fue la
estrella de unos Juegos que, fruto de su magnificencia, convirtieron esta
celebración deportiva en algo grandioso. Pero también hubo quien pensó, como
Willy Daume, presidente del comité olímpico de la República Federal Alemana,
que sin aquellos Juegos en los que Hitler fue humillado por Owens no hubiera
llegado la II Guerra Mundial. El nieto del esclavo de Alabama murió a los 66
años por culpa de su adicción al tabaco.
Fuente:http://www.que.es
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